De forma casual y sin pensarlo me encontré observando una brillante aventura que vivió mi hijo con su hijita de cuatro años. Le había propuesto ir a buscarla a mi casa y volver a la suya en una increíble travesía ciclística.
Ahí comprendí como los temores de "los abuelos" limitan los sueños de los hijos y también el de los nietos. Todas aquellas cosas que nos dijeron a nosotros como "eso no", "cuidado", "es peligroso", "los autos no respetan a los ciclistas" y mil excusas más salieron de mi boca a borbotones.
Sin embargo, mi hijo, en clara complicidad con la pequeña, tenía un plan armado, para el tránsito, para cruzar las calles, para "ir por la orilla", para descansar si fuera necesario, para charlar mientras pedaleaban a la siesta, para crear un recuerdo que, sin dudas, será inolvidable.
Aprendí que hay que permitirse contagiar el entusiasmo. Dejar que nos inviten a soñar su propia aventura y por, sobre todo, a ejercer el maravilloso derecho que todos tenemos de escribir una historia inolvidable en el corazón de los que, sin dudar, confían en nosotros.